lunes, 16 de abril de 2018

PAGINARIO



Después de unos meses exclusivos para México, esta semana sube a AMAZON el libro PAGINARIO para estar así accesible en otros países.Con mucho orgullo se juntan el logo de Lengua Tóxica y el mío en la contraportada. La versión para amazon llega con unos cuantos poemas más, un prólogo mayor y algunas dedicatorias, y al igual que los otros libros, estará disponible en Kindle y Papel.

Lo que más distingue al libro en su segunda edición es que aunque la fotografía de Ana Maria Walter es la misma, ahora la hemos podido subir a color y ha quedado precioso también. La primera edición, más sobria y económica sirvió, junto a otros libros, para arrancar el proyecto de mi querido amigo Juan Carlos Tonatiuh Capetillo Jaimes, a quien agradezco su generosidad y su valentía.

Lengua Tóxica seguirá editando y espero estar en las siguientes etapas, disfrutando de su crecimiento y compartiendo con mis amigos la alegría de ver nuestros libros mimados y tratados con tanto celo como pocos podrían hacer. A todos los que hacen parte de estos primeros pasos de la editorial, mi abrazo y mi deseo de que todo salga mejor de lo que soñamos y a Juan Carlos Tonatiuh Capetillo Jaimes un beso.

Un abrazo a los que preguntaron cuando estaría disponible en amazon y que siempre me animan a seguir, recomenzar, continuar y perseverar. Sin esos empujones, sería muy difícil haber llegado ten lejos en tan pocos años.

Muchísimas gracias



viernes, 13 de abril de 2018

PASEOS NOCTURNOS


Al meterme en la cama y disponerme a dormir, me gusta elegir un pensamiento, un recuerdo o un deseo en el que enredarme hasta que llega el sueño. Hace años solía escoger un libro, pero últimamente,  mis ojos deben estar mal graduados y no funcionan bien con las gafas que tengo, por eso dejé de perderme en los fabulosos mundos de papel a la hora de acostarme y me voy de excursión mental por esas callejuelas íntimas donde viven los besos, los amores, los sueños y esos deseos secretos que me acompañan cuando todo lo demás está callado o muerto, o las dos cosas o simplemente se vuelve inalcanzable.

En el número 15 de esa calle, vive aquel beso andaluz que todavía hace temblar mis labios al recordarlo. Me gusta, a veces, pasar por delante de su puerta y mirar de reojo el muro tras el que se esconde. Tal vez alguna noche coincida que se asoma a respirar una bocanada de aire pirata, mientras paseo por allí,  y nos encontremos.

No tengo muy claro qué podría decirle, caso fuese necesario decir algo. Posiblemente, en su momento todo se quedó dicho y no veo necesidad de repetirnos. Paso por allí sólo por el gusto de hacerlo, de sentir que aún vive el temblor aquel que nacía cuando mis labios se juntaban a los del hombre que me regaló una ecuación matemática llena de mentiras indemostrables. Paso fugazmente, ligera, sin ruido, sin lágrimas, tal vez sin rencor, posiblemente sin propósito, simplemente porque me gusta, porque el recuerdo es mío y al final, los recuerdos que guardamos de lo vivido son la única posesión que nos acompaña en todas las maletas que hacemos y deshacemos a lo largo de la vida.

Otras veces me meto por la callejuela que hay a la derecha de la parada de autobús y veo como los hombres regresan del trabajo con su uniforme azul clarito. Es imposible evitar que nazca una sonrisa al verlos bajar a todos. 

Mi clítoris recuerda aquella sensación de locura cuando por culpa de cierto hombre grandote con sonrisa de niño, todos los uniformados de aquella empresa me hacían desear una cama, una bañera o cualquier lugar donde pasar unas horas tocando y siendo tocada como nadie hasta ahora lo hizo.  Aquellos hombres despertaban en mí, la locura por estar con el mío, por llamarlo, por escucharlo mientras me explicaba lo mal aprovechados que estaban los recursos humanos y mecánicos de la empresa donde trabajaba y cómo él lo organizaría mucho mejor.  Cada uno de aquellos hombres, al bajarse del autobús, me despertaban las ansias de estar con él, de mirar el teléfono esperando su mensaje de te paso a buscar y de controlarme para no ser pesada y que no se cansara de mí. Alguno de aquellos hombres al pasar cerca de mí, me sonrió o me dijo alguna tontería de esas que dicen los hombres cuando bajan de los autobuses y ven una mujer que los mira con ojitos soñadores.

Esas sonrisas y las que yo les devolvía están todavía allí. Caídas entre las piedras de la calzada, incrustadas en las grietas de la acera. No sé si alguien me creería si yo dijera que cuando la noche es muy oscura, brillan como estrellas en la oscuridad del asfalto. 

Mirarlas es casi como levantar los ojos al cielo y sentir que todo tiene sentido y que a veces es posible que los buenos ganen. Contemplarlas es reconocer en mí la capacidad de seguir sonriendo a pesar de que él ya no se baja de aquel autobús y de  aceptar, con tristeza infinita, que los uniformes azules ya no funcionan como antes, pero hay tantos colores en el mundo que siempre queda la esperanza de que algún tono de verde o de naranja, pueda tener el mismo efecto alguna vez.

Cuando me alejo de la parada y subo por la cuesta de la zapatería, siempre me sorprende el nudito de lágrimas que quema en mi garganta y siempre digo bajito su nombre entero para mandarle suerte, aire acondicionado, paz y deseos cumplidos al hombre aquel, que sin lugar a dudas, fue el que más sonrisas supo sacar de mi boquita chica, cuando estaba conmigo, y cuando no estaba, y hacía que otros hombres me devolvieran las sonrisas que mis ojos derramaban al pensar en él.

También me gusta asomarme a la plaza de los deseos, allí tengo una fuente preciosa, con un caño grande de agua fresca que me recuerda el ruido de la Alhambra y el sabor de las tardes de domingo en Campinas. El sonido del agua está lleno de pasado pero perfumado de futuro. De posibilidades, de besos por llegar, de hombres a los que amar  y de sonrisas por brotar.

Es mi lugar preferido, allí me repongo del cansancio y me preparo para continuar la jornada que al día siguiente se reinicia. Hay un banquito azul turquesa debajo de una painera enorme que siempre está florida y me gusta sentarme allí a observar los otros árboles de mi plaza encantada, las acacias que llenan de alfombras amarillas el suelo, el baobá de la esquina que sale hacia la avenida de mañana y el limonero que sabe bailar como un sauce llorón. Algunas noches me asusta pensar que tal vez llora y soy yo la que no sé distinguir entre los bailes y los llantos de los árboles.

Me duermo así acurrucada entre amores por llegar, acompañada por los que ya se fueron, arrullada por el agua clara de las fuentes eternas cargadas de futuro y la música bonita que siempre sale de alguna ventana entornada donde viven nuevos besos que aún no me hicieron temblar, pero prometen ser inolvidables.

Isabel Salas

domingo, 1 de abril de 2018

LA TORTILLA SIN HUEVOS


El hambre que se pasó en la guerra, fue seguida del hambre que vino en la posguerra. Todos cuentan que fue mucho peor, más dolida y mucho más cruel. En las casas de los que perdieron la guerra, el hambre  de comida se sumaba a otras hambres. Hambre de justicia, de paz, de consuelo. Hambre de seres queridos, arrancados de la casa y lanzados a las cárceles a esperar la muerte. Hambres de besos. 

Tantas hambres se juntaron y tanto desespero que a algunos se les trastornó el juicio. Otros se transformaron en personas diferentes a lo que imaginaron ser de niños y tanto cambiaron que ni ellos se reconocían. Unos sacaron fuerzas de flaqueza, otros sacaron lo peor de sí mismos, otros lo mejor...y hubo gente que hizo cosas que atravesaron el tiempo y el espacio y llegaron a mí a través de historias.

Me contaron que se inventaron nuevas maneras de sacarse las ganas de todas las cosas que faltaban y nuevas mentiras para los niños. Se improvisaron nuevas putas que jamás pensaron tener que ser putas. Se patentaron nuevos consuelos para penas tan nuevas que nadie sabía como vivir con ellas.

Hubo una mujer, a la que le mataron a todos los hijos y al marido. No le dejaron nadie a quien cuidar y así ,de camino, también la dejaron sin miedo. 
Se compró un velo de viuda, de esos que cubren la mujer de arriba a abajo y para joder se pasaba el día deambulando por el pueblo de iglesia en iglesia. No rezaba, pues no quedaba ningún Dios merecedor de su fervor, apenas usaba esa estrategia para hacerse presente. 

Visible.

Pasaba lentamente por las calles, en invierno o en verano siempre con aquel luto perpetuo y riguroso que hacía con que a los asesinos de su gente  se les anudasen las tripas al verla venir. Cuando ella pasaba por la plaza, ellos se volteaban para no verla.

Nadie podía decirle nada ni reprocharle nada. Era su derecho de viuda vestirse de luto. Ni siquiera los niños conseguían burlarse de  ella y de su manto negro, pues hasta ellos sentían la gravedad de aquel gesto y la intensidad de aquel dolor. Hasta ellos captaban la profundidad de aquel silencio denso que acusaba a los asesinos sin decir  nada.

Esa mujer tenía un nombre, lo recuerdo muy bien pero no hace falta decirlo. Es mi manera de homenajear a todas las madres  que siguen haciendo la guerra con un velo cuando las balas ya se han callado. 

Preguntando dónde están o calladas, con velos negros o blancos.
En mi plaza o en la tuya.

Hubo otra anciana, en el mismo pueblo, dos calles más allá, que se vio obligada a recibir en casa a sus dos hijas viudas con sus hijos. 
Una casa de un cuarto. Un marido viejo que se arremangó de nuevo y empezó a trabajar como un mozo, mientras le dieron las fuerzas, para terminar de criar a los ocho nietos sin padre que sus hijas habían juntado.

Esta mujer tenía gente a la que cuidar y por eso todavía creía en Dios. Todos los días entraba en la iglesia para agradecerle los nietos vivos, las hijas vivas y las fuerzas de su viejo. A ofrecer una oración por sus yernos fusilados y pedir la ayuda de su  ángel de la guarda para que cuidase de la salud del esposo.

Tres mujeres, ocho niños, mucha hambre y mucha gratitud por la presencia de aquel hombre en casa que era el amparo de todas. Cuando los niños crecieron ayudaron al abuelo y así salieron adelante.

Esta mujer tenía muchos nombres, Catalina, María, Teresa, Soledad, Encarna...escoge el que te guste porque a ella no le va a importar con que nombre la conoces.

Y hubo otra mujer de la  que ni siquiera recuerdo el nombre.  
De todas las historia de posguerra que me contaron, la suya para mí era la peor de todas, la que más miedo me daba. Era una mujer que vivía sola. No tenía nadie a quien cuidar ni nadie la cuidaba, no tenía nadie a quien llorar o tal vez se negaba a darle ese gusto a los que miraban las lágrimas rojas como si fuesen lágrimas de risa, sin compasión.

Ella estaba tan canija y tan débil que raramente salía de casa. Tenía miedo de todo, de los ganadores y de los perdedores. Hoy en día le habrían diagnosticado síndrome del pánico o algo parecido, pero en esa época había tanto pánico que el suyo pasaba desapercibido. Comía de la caridad de los que tenían al menos un poco que repartir. 

Ella no tenía nada que repartir.

Ni sillas, ni muebles, ni cama, ni colchón... todo lo fue vendiendo. Su hora de comer era esporádica, pues dependía de la memoria de los demás, y los demás eran personas que  estaban un poco desmemoriadas del hambre que ellas mismas pasaban, y a las que les costaba repartir la naranja del nieto con la mujer olvidada. Cuando después de unos días sin aparecer nadie por allí, comprendía que la muerte estaba cerca, practicaba un invento suyo que siempre le funcionó.

En aquella época de tanto talento y tanta innovación ella inventó la tortilla sin huevos. Salía al patio de atrás de su casa y  golpeaba un tenedor contra un plato  como cuando estamos batiendo un huevo para hacer una tortilla.

Empezaba despacito e iba incrementando el ritmo con gran agilidad de muñeca y su mirada perdida en el plato vacío. La calle iba quedándose en silencio. Todos iban deteniendo sus quehaceres y  levantaban la cabeza. La viuda, la abuela, los niños, el cura, los asesinos, los perdedores y los ganadores.

Todos sentían la sangre hervir.
Todos congelados.

Y todos sabían que ella solo pararía cuando escuchase un golpe en su puerta avisando. Un golpe de suerte. Un golpe de aviso, de ahí tienes comida. 

Un golpe mortal que hería a todos por igual. 

Cuando ella se detenía, algunas cabezas  bajaban rezando, otras llorando, otras aliviadas, algunas avergonzadas ...muchas con miedo. Sin saber si ellas tendrían el valor  de hacer lo mismo. De tener los cojones que hay que tener para hacer tortillas sin huevos.

La viuda reanudaba su paso.
La abuela acunaba a su nieto.

Bocas apretadas, puños cerrados.
Y el pueblo  arrancaba otra vez, inventando nuevas maneras de sobrevivir a tanta hambre.


Isabel Salas

        Del libro EL CANARIO Y LA MÁQUINA DE COSER