Juan Diego Hernández
Sarcos dejó de llamarse así cuando entró a trabajar en la Lemon Car Company y se
convirtió en Zapata.
Ser taxista nunca estuvo
en sus planes, ni emigrar, ni mucho menos llorar como un pendejo el día
que llevó al desguace su viejo taxi. Parado en pie, delante de su coche,
sintió que un ciclo se cerraba, señalando la hora exacta de regresar a su
ciudad natal, recuperar su nombre, decir adiós a los limones amarillos y
sobre todo, de volver a Jimena.
Ese
día se sintió un poco poeta, al intentar poner en palabras el extraño
sentimiento que lo embargó al comprobar que un taxi casi muerto, o casi a punto
de ser asesinado, es mucho más que un simple cadáver o un ataúd. Lleva dentro
muchos más difuntos que cualquier coche
fúnebre llevará jamás, pues cada una de sus piezas está impregnada con tantas impaciencias, tantos sueños y tantos deseos o
reproches de cada una de las personas que pasaron por él, que al llegar al desguace, a Juan, le
pareció que su viejo compañero lamentaba
y temía el momento que estaba por llegar en nombre de todas aquellas vidas que
aún vivían en él.
Zapata,
no sabía si era él quien sollozaba o era el coche que lloraba como él nunca
había visto llorar a nadie. Podía sentir cada una de aquellas bocanadas como estertores que naciesen de sus propios
pulmones obstruidos por el llanto de los veinte años que lo separaban de su linda Jimena.
Se
preguntó, mientras apartaba sus lágrimas de un manotazo, si otros taxistas
tendrían la costumbre de hablar con su coche
como él había hablado durante tantas horas con el suyo. Él, que era el hombre más callado que sus
pocos amigos conocían, había
sido incapaz de decir en voz alta el nombre de su novia, en ninguna
circunstancia, y sin embargo, había pasado horas y horas contándole a su taxi
la salida precipitada de su ciudad, la noche en que su padre lo despertó y le
dijo levanta que nos vamos.
Durante sus primeros años en California llorado, con amargura, la imposibilidad de haberse despedido de su novia. En las primeras semanas en su nueva tierra, recreaba
en su mente una y otra vez la forma apremiante en que su padre y su madre les habían
pedido a él y sus hermanos que vistieran varias prendas y se metieran en los
bolsillos las dos o tres cosas que se quisieran llevar, ya que iban a cruzar la
frontera en pocas horas en busca del
sueño americano y el equipaje debía ser leve.
El Juan de aquellos
primeros días, imaginaba, abochornado, las lágrimas de Jimena cuando horas
después de su partida hubiera descubierto la marcha de su novio y su familia, y cómo, y en
qué grado, debió sentirse traicionada. En parte por vergüenza y en parte porque
no sabía cómo pedir perdón, había dejado que los años pasaran sin entrar en
contacto y sin dejar ni un sólo día de pensar en ella.
El muchacho de quince
años, se había convertido en un hombre de treinta y cinco, con veinte años de
duras experiencias y diferentes empleos a sus espaldas. Supo a través de amigos
en común que ella se había casado y que tenía tres hijos, supo también que el
marido era un buen hombre cuando no bebía y que cuando el demonio del tequila
le nublaba la razón convertía a Jimena en saco de boxeo. Supo que a uno de sus
hijos lo atropelló una moto y que en el entierro ella se desmayó y al caer se
rompió dos dientes.
Supo también que ella
nunca más había vuelto a pronunciar su nombre y que si alguien intentaba darle
noticias de Juan o su familia, ella se daba la vuelta y se alejaba.
Y ahora, esperando el momento en que la máquina
compactadora acabase con todos los miles de alientos que aún vivían en la
respiración de su coche, supo que solamente una cosa sobreviviría a aquel
impacto mortal: su deseo de volver a Jimena.
Un golpe fuerte le recordó el
portazo de su casa veinte años antes, cuando su madre cerró con lágrimas y sin
llave la puerta del único hogar que Juan había conocido.
Un portazo metálico que le decía
sin lugar a dudas que los caminos se pueden andar en los dos sentidos y que era
la hora de volver.
Zapata murió allí mismo, junto al
taxi amarillo.
Juan Diego Hernández Sarcos,
pronunció por primera vez en tantos años el nombre de su amada seguido de una
promesa.
Isabel Salas